Amigos: ¿a alguno de ustedes se le ocurrió alguna vez escribir una enciclopedia? A mi sí. No tendría más de ocho o nueve años cuando pensé que sería una magnífica idea juntar en una sola recopilación todas las enciclopedias de la casa, que eran varias, habida cuenta la imponente dimensión de la biblioteca de mi padre, así como los diccionarios y otras obras de consulta.
Me armé, pues, de un lápiz y un cuaderno y con total decisión y arrojo, emprendí la tarea que me había propuesto. Los años me han aleccionado respecto a lo ciclópeo e impracticable que resultaba aquel proyecto infantil, pero en ese entonces se me antojaba difícil y largo, es verdad, pero absolutamente realizable y, sobre todo, una gran idea. Puesto manos a la obra, abrí el grueso primer tomo de la primera enciclopedia y comencécopiar: “A: primera letra del alfabeto”. A las pocas páginas (dudo que hayan sido más de dos) una aguda molestia en la mano derecha, sentida por el esfuerzo, las interrupciones de mi hermano aparejado con su pelota o, peor aún, los atractivos dibujitos de la televisión, determinaban la interrupción en mis afanes eruditos. La suspensión definitiva de mi enciclopedia, llamada a ser el más formidable y completo compendio del conocimiento humano jamás realizado, ocurrió al poco de llegar a “ab”. Es más, no creo haber llegado siquiera a la palabra “ábaco” y me conformé con “abacería” (gracias a lo cual, hasta el día de hoy, sé lo que significa esa palabra).
Hoy en día, la técnica moderna permite a mi ánimo enciclopedista, por ejemplo,colaborar en la edición y actualización de Wikipedia, la enciclopedia libre del Internet, y alguna vez me animé a realizar una pequeña corrección. Pero jamás de los jamases se me ocurriría en mi edad adulta tamaño despropósito: arrancar yo mismo, desde cero, con la composición de una obra semejante. Esos designios quiméricos son propios de los niños. O al menos de aquellos que conservan ese idealismo juvenil, ese brío, y, yo agregaría, algo de aquella ingenuidad infantil hastasu edad adulta.
Es por eso que no dejan de sorprenderme los grandes recopiladores, como Plinio el Viejo y su Naturalis Historia. En medio de sus ocupaciones militares, Plinio se dio tiempo para dar forma a su gran obra, que no es otra cosa que una enciclopedia en el sentido moderno, un compendio que abarca el conocimiento de la Europa del año 77 antes de Cristo. Otro de tales compiladores fue Isidoro de Sevilla y su Etimología (año 960), como también lo fueron los doctos científicos-tratadistas árabes del medioevo. Ni hablar de los anónimos autores de los Cuatro Libros de la Canción escritos en la China durante la dinastía Song (960–1279), que superan los… ¡1000 volúmenes! 9.4 millones de caracteres chinos cubriendo las diversas ramas del saber de entonces.
A modo de comparación, calculemos que la edición de la Enciclopaedia Britannica en formato DVD difundida en 2006 contiene 55 millones de palabras.
Gaius Plinius Secundus (23 – 79 AC) era llamado Plinio "el viejo" para distinguirlo de su sobrino, Plinio "el joven". A pesar de su apodo, conservó siempre la lozanía de espíritu y la vitalidad necesarias para acometer su duro emprendimiento bibliográfico
Me imagino a estos eruditos de antaño sumergidos en una angosta estancia gótica de altas bóvedas o en una elegante pagoda cercada de bambú y peonías, rodeados de los pergaminos, los incunables y los rollos de papiro que han podido reunir o copiar a mano a lo largo de toda una vida; puedo ver sus espaldas arqueadas sobre su trabajo, sepultados por incontables notas y apuntes en aparente desorden, forzando su vista con la luz del candil hasta altas horas, seguros de que algún día su infatigable labor llegará a feliz término y sus hijos podrán contar con una obra de referencia única, fuente de la sabiduría universal.
Convengamos, eso sí, que con el paso de los siglos, a la luz de los descubrimientos de la edad moderna, el conocimiento científico se fue tornando cada vez más complejo, de manera que se volvía imposible para un solo hombre el condensarlo, por más ilustrado que fuera.
Es por ello que cuando Jean D’Alembert y Denis Diderot decidieron dar forma a su propia Enciclopedia en 1751, convocaron a un equipo de colaboradores, entre ellos nada menos que a Voltaire, Rousseau y Montesquieu.
Louis de Jancourt(1704-1779), menos famoso que Diderot o Voltaire, fue sin embargo el colaborador más prolífico de la Encyclopédie: escribió el 25 % de la obra, es decir 17,266 artículos: alrededor de ocho al día durante seis años.
La Encyclopédie de Diderotse terminó de imprimir en 1772. Sus 35 volúmenes fueron llegaron a ser más que una compilación del saber. Encarnaron el espíritu de una época, el símbolo de los ideales de la ilustración, de las ideas que generaron la Revolución Francesa y sus consecuencias en todo el mundo: Simón Bolívar, José de San Martín, Benjamin Franklin, oGeorge Washington, gestores de la independencia de los países americanos, pueden considerarse todos hijos de la “enciclopedia”.
Por otra parte, el anhelo mismo de escribir una obra de esas características es algo muy francés. Y el siglo XVIII en realidad es un siglo muy gabacho: la búsqueda del método, el predominio de la razón sobre el sentimiento, la idea misma de entenderlo todo,aprehenderlo clasificándolo y organizándolo en una enciclopedia, de explorar los confines del mundo no para extraer los recursos o las riquezas de las remotas regiones, sino para medir el cuadrante de un meridiano terrestre...¡hay que llamarse Descartes, Diderot, Voltaire, o La Condamine!... ¡Hace falta ser francés!
En ese mismo espíritu, mientras el matemático Blaise Pascal inventaba una calculadora y Carl Linneo clasificaba las plantas por su forma, Jean Philippe Rameau clasificaba los acordes de la música. No resulta extraño que sea un francés quien conciba el primer tratado moderno de armonía y busque una explicación racional a las relaciones tonales.
Y de la música, pasamos a canto: el canto francés, el que está lleno de acentos circunflejos y vocales nasales.
¿“Prima la musica”, o “prima le parole”? La gran paradoja del canto, desde la época misma en que los miembros de la “Camerata fiorentina”, en su intento de resucitar el teatro griego, se inventaron la ópera y el “stile rappresentativo”, una forma de canto que permitiera que las palabras se entiendan con claridad.
Desde entonces, y a lo largo de su historia, el canto en general y la ópera en particular vienen zigzagueando entre la música y el drama. Ora los valores musicales y la belleza del sonido predominan, al punto que el texto importa poco, volviéndose mediocre o ininteligible, ora, por el contrario, es el contenido poético lo importante, de manera que la línea melódica se vuelve subsidiaria, un simple esqueleto, apenas un modo de reforzar el sentido del texto.
Por suerte, la historia de la música presenta también algunos momentos felices en que ambas artes conviven amistosamente y llegan a un equilibrio raro y maravilloso, como en un lied de Schubert.
Volviendo a nuestro asunto, y generalizando groseramente, veremos en esta brevísima síntesis que el arte del canto en Francia, hijo del cartesianismo y la enciclopedia, a lo largo de su desarrollo, casi siempre ha favorecido “le parole”, o más bien dicho “les mots”.
El arte pictórico religioso, buscando llegar al iletrado, se volvió dramático y emocional, recargado y dionisíaco, alejándose de la trazo elegante y apolíneo del renacimiento. La forma escultórica abandonó la rigidez y se contorsionó, como queriendo moverse. Las escalinatas y los recovecos adornaron las fachadas. La ornamentación, por momentos exuberante y deslumbradora, por momentos afectada, superflua, redundante, era la reina. El barroco, su rey.
La música no escapó a tal influencia y la textura polifónica resultaba el vehículo ideal para los excesos barrocos. En tanto el austero Johann Sebastian Bach llevaba la polifonía a su más alta perfección, trenzando las líneas melódicas en un exelso crucigrama matemático, otros músicos se valían de esa misma urdimbre musical para fines menos elevados: el halago de los grandes vocalistas y la exhibición de su virtuosismo en la ejecución de trinos, fiorituras, melismas, y otros adornos en boga.
Barroco galopante
Los castrati Senesino (izq.) y Berenstadt (der.) rodean a la caprichosa diva Cuzzoni en una ópera de G. F. Handel
Y en la cúspide se situaban los castrati, soberanos inobjetables del barroco, con su fiato inverosímil, su ágil "coloratura", su potencia vocal, su porte estatuario (acentuado por yelmos emplumados) y sus aventuras amorosas. (Véase mi notas anteriores acerca de los castrati: "La voz fantasma").
A la hora de "reconstruir" la ejecución del siglo barroco, al menos a mi entender, la interpretación enérgica de los personajes masculinos de Handel (escritos para los castrati) y, por qué no decirlo, el canto viril y muscular de la diva Marilyn Horne, se aproxima en mayor grado a lo que sería el exuberante vocalismo barroco que la ejecución macilenta y descolorida de algunos contratenores contemporáneos.
George Frideric Handel (1685–1759): Rodelinda: "Vivi tiranno". Marilyn Horne, mezzooprano
Los castrati italianos triunfaron en toda Europa, particularmente en Londres donde "il Gran Sassone" George Frideric Handel compuso para ellos las mejores páginas de su repertorio. Sin embargo, Francia se mantenía alejada, indiferente a sus gorjeos eunucoides. Los excesos del barroco italiano en general se antojaban extravagantes a la mentalidad francesa, que aguardaba la ornamentación más mesurada de su propio "rococó".
Lo que primaba en la Francia de entonces no era el canto sin más, expresión del sentimiento, sino también la palabra, manifestación máxima del pensamiento. Era el siglo de la elocuencia francesa, de su retórica, de las tragedias de Corneille y Racine, de la declamación clara, precisa, vigorosa.
Y esa cuna literaria fue la que recibió el nacimiento de la ópera francesa. No nos ha de sorprender entonces que la ópera en dias de Lully y Rameau, padres de la lírica francesa, pusiera énfasis en la claridad de la dicción. No es extraño que la florda ornamentación, cuando existe, obedece a las exigencias de la escena.
Esta formidable "escena de la locura" de la ópera maravillosa Platée de Jean Philippe Rameau
requiere de una perfecta claridad del texto para lograr plena impresión. Las "roulades" y otros efecto vocales, incluyendo los extremos (y graciosos) saltos del registro agudo al grave, no hacen otra cosa que realzar el contenido de la palabra. Los artistas ponen de relieve esa faceta, dando a la ejecución una comicidad irresistible.
Jean Philippe Rameau: Platée, "L'air de la folie", la fantástica soprano Mireille Delunsch junto a Les musiciens de Louvre dirigidos por Marc Minkowsky
Jean Philippe Rameau, célebre como teórico musical y como compositor de piezas para clavecín, llegó a la ópera tardíamente: recién a los 50 años de edad. A pesar de ello, no carecía de un instinto escénico extraordinario, como se atestigua en sus obras. Hoy por hoy, han dejado de ser rarezas en los escenarios.
Por otra parte, el baile era un elemento fundamental en la ópera barroca, al punto de cuestionar la supremacía al propio canto. El ballet acompañó a la ópera francesa durante toda su historia, hasta el punto que, ya en pleno romanticismo decimonónico, tanto Verdi como Wagner hubieron de incluir ballets en sus óperas para poder estrenarlas en París.
¿Y cómo podría ser de otra manera, si el propio rey bailaba? El apelativo de "Rey Sol" con que se conocía a Luis XIV no se debía, como se podría suponer, al importante papel que Francia jugaba en el concierto de las naciones, sino simplemente a que el soberano, en los bailes, interpretaba el papel del astro rey.
Puede decirse que Jean Battiste Lully(1632–1687), a pesar de su origen italiano, fue el padre de la ópera francesa. Hombre práctico, para satisfacer la exigencia de su aristocrático y danzarín público, se inventó la "opera-ballet", en la que la danza ocupaba un lugar tan importante como el canto, si no mayor.
Igualmente podemos afirmar que Lully fue el primer director de orquesta. Ello le costó la vida: en lugar de batuta marcaba el compás con un pesado bastón. Al hacerlo, se golpeó accidentalmente el pie derecho con el báculo. La herida se engangrenó y falleció poco después.
Jean Baptiste Lully: La folie d'Espagne. La "folía" ("la locura") era una danza popular por ese entonces.
El barroco francés tuvo un desarrollo propio, relativamente ajeno al de la ópera italiana. Es más, para algunos teóricos los puntos de contacto con el barroquismo del resto de Europa son tan endebles, que podría decirse que Francia careció de un arte barroco propiamente tal. Su espíritu "enciclopédico" hizo deambular a la lírica francesa entre el canto declamado y la presencia más o menos protagónica del ballet.
Christoph Willibald von Gluck no solamente lideró una revolución estética. Fue también el involuntario promotor de una guerra: sus "fans" enfrentaron su obra a las encantadoras melodías de Pergolesi y "los italianos", así como a las chuscas andanzas de sus personajes. No faltaron las trompadas a la salida de los dieciochescos teatros franceses en lo que se denominó, adecuadamente, la "guerra de los bufones".
Con sobrada razón entonces, con el arribo del siglo XVIII, su siglo, el siglo del iluminismo, cuando por fin la mentada Encyclopedie de Diderot salía de las prensas, Francia acogió como propio a otro gran creador extranjero, el caballero Christoph Willibald von Gluck(1714-1787). Otrora había sido maestro de música de la reina Marie Antoinetteque al fin y al cabo también era extranjera.
El prólogo de su ópera Alceste bien podría haber estado firmado por cualquiera de los eciclopedistas: reclamaba limitar los excesos de la ópera barroca en busca de una mayor verosimilitud teatral. Escuchadas hoy en día, malcriados como estamos por el realismo cada vez más exacerbado del cine, las óperas del maestro Gluck podrían llegara parecernos algo estáticas. Sabemos por los libros de historia que don Christoph Willibald estuvo al mando de algún tipo de revolución estética, pero no siempre entendemos bien en qué consistían sus reformas.
Sí atestiguamos, en cambio, la intensa expresividad de algunos célebres fragmentos, así como la fuerza que adquiere el libretto merced a la melodía noble, elegante, de corte clásico, apolíneo, pero a la vez pasional.
La célebre "Divinites du Stix" (Divinidades de la Estigia), tomada justamente de la mencionada ópera Alceste, muestra a la desesperada heroína exigiendo a las deidades correspondientes, aquellas que rigen la mitológica laguna que rodea el mundo de la muerte, una salida a sus encrucijada. Su amante marido Admète ha de morir, y se ofrece ella misma a cambio de la vida de su cónyunge. La canta aquí Jessye Norman.
Christoph Willibald von Gluck: "Divinités du Styx" de la ópera Alceste. Jessye Norman en un "ochentoso" show televisivo
Con el paso del tiempo, me he vuelto menos ambicioso que en mis (pocos) días de encliclopedista. Los que corren para mí ahora son los más pragmáticos días de blogger. Una experiencia sin duda menos docta, pero más realista. Auguro que esta empresa será más extendida y provechosa que mi tentativa enciclopédica y, sobre todo, espero que mis resulte entretenida para mis lectores. ¡No dejen de comentar!
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