Tuesday, March 16, 2010

Ópera enciclopédica


Amigos: ¿a alguno de ustedes se le ocurrió alguna vez escribir una enciclopedia? A mi sí. No tendría más de ocho o nueve años cuando pensé que sería una magnífica idea juntar en una sola recopilación todas las enciclopedias de la casa, que eran varias, habida cuenta la imponente dimensión de la biblioteca de mi padre, así como los diccionarios y otras obras de consulta.

Me armé, pues, de un lápiz y un cuaderno y con total decisión y arrojo, emprendí la tarea que me había propuesto. Los años me han aleccionado respecto a lo ciclópeo e impracticable que resultaba aquel proyecto infantil, pero en ese entonces se me antojaba difícil y largo, es verdad, pero absolutamente realizable y, sobre todo, una gran idea. Puesto manos a la obra, abrí el grueso primer tomo de la primera enciclopedia y comencé copiar: “A: primera letra del alfabeto”. A las pocas páginas (dudo que hayan sido más de dos) una aguda molestia en la mano derecha, sentida por el esfuerzo, las interrupciones de mi hermano aparejado con su pelota o, peor aún, los atractivos dibujitos de la televisión, determinaban la interrupción en mis afanes eruditos. La suspensión definitiva de mi enciclopedia, llamada a ser el más formidable y completo compendio del conocimiento humano jamás realizado, ocurrió al poco de llegar a “ab”. Es más, no creo haber llegado siquiera a la palabra “ábaco” y me conformé con “abacería” (gracias a lo cual, hasta el día de hoy, sé lo que significa esa palabra).

Hoy en día, la técnica moderna permite a mi ánimo enciclopedista, por ejemplo, colaborar en la edición y actualización de Wikipedia, la enciclopedia libre del Internet, y alguna vez me animé a realizar una pequeña corrección. Pero jamás de los jamases se me ocurriría en mi edad adulta tamaño despropósito: arrancar yo mismo, desde cero, con la composición de una obra semejante. Esos designios quiméricos son propios de los niños. O al menos de aquellos que conservan ese idealismo juvenil, ese brío, y, yo agregaría, algo de aquella ingenuidad infantil hasta su edad adulta.

Es por eso que no dejan de sorprenderme los grandes recopiladores, como Plinio el Viejo y su Naturalis Historia. En medio de sus ocupaciones militares, Plinio se dio tiempo para dar forma a su gran obra, que no es otra cosa que una enciclopedia en el sentido moderno, un compendio que abarca el conocimiento de la Europa del año 77 antes de Cristo. Otro de tales compiladores fue Isidoro de Sevilla y su Etimología (año 960), como también lo fueron los doctos científicos-tratadistas árabes del medioevo. Ni hablar de los anónimos autores de los Cuatro Libros de la Canción escritos en la China durante la dinastía Song (960–1279), que superan los… ¡1000 volúmenes! 9.4 millones de caracteres chinos cubriendo las diversas ramas del saber de entonces.

A 1797 set of the Encyclopaedia Britannica

A modo de comparación, calculemos que la edición de la Enciclopaedia Britannica en formato DVD difundida en 2006 contiene 55 millones de palabras.

Gaius Plinius Secundus (23 – 79 AC) era llamado Plinio "el viejo" para distinguirlo de su sobrino, Plinio "el joven". A pesar de su apodo, conservó siempre la lozanía de espíritu y la vitalidad necesarias para acometer su duro emprendimiento bibliográfico

Me imagino a estos eruditos de antaño sumergidos en una angosta estancia gótica de altas bóvedas o en una elegante pagoda cercada de bambú y peonías, rodeados de los pergaminos, los incunables y los rollos de papiro que han podido reunir o copiar a mano a lo largo de toda una vida; puedo ver sus espaldas arqueadas sobre su trabajo, sepultados por incontables notas y apuntes en aparente desorden, forzando su vista con la luz del candil hasta altas horas, seguros de que algún día su infatigable labor llegará a feliz término y sus hijos podrán contar con una obra de referencia única, fuente de la sabiduría universal.

Convengamos, eso sí, que con el paso de los siglos, a la luz de los descubrimientos de la edad moderna, el conocimiento científico se fue tornando cada vez más complejo, de manera que se volvía imposible para un solo hombre el condensarlo, por más ilustrado que fuera.

Es por ello que cuando Jean D’Alembert y Denis Diderot decidieron dar forma a su propia Enciclopedia en 1751, convocaron a un equipo de colaboradores, entre ellos nada menos que a Voltaire, Rousseau y Montesquieu.

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Louis de Jancourt (1704-1779), menos famoso que Diderot o Voltaire, fue sin embargo el colaborador más prolífico de la Encyclopédie: escribió el 25 % de la obra, es decir 17,266 artículos: alrededor de ocho al día durante seis años.

La Encyclopédie de Diderot se terminó de imprimir en 1772. Sus 35 volúmenes fueron llegaron a ser más que una compilación del saber. Encarnaron el espíritu de una época, el símbolo de los ideales de la ilustración, de las ideas que generaron la Revolución Francesa y sus consecuencias en todo el mundo: Simón Bolívar, José de San Martín, Benjamin Franklin, o George Washington, gestores de la independencia de los países americanos, pueden considerarse todos hijos de la “enciclopedia”.

Por otra parte, el anhelo mismo de escribir una obra de esas características es algo muy francés. Y el siglo XVIII en realidad es un siglo muy gabacho: la búsqueda del método, el predominio de la razón sobre el sentimiento, la idea misma de entenderlo todo, aprehenderlo clasificándolo y organizándolo en una enciclopedia, de explorar los confines del mundo no para extraer los recursos o las riquezas de las remotas regiones, sino para medir el cuadrante de un meridiano terrestre... ¡hay que llamarse Descartes, Diderot, Voltaire, o La Condamine!... ¡Hace falta ser francés!

En ese mismo espíritu, mientras el matemático Blaise Pascal inventaba una calculadora y Carl Linneo clasificaba las plantas por su forma, Jean Philippe Rameau clasificaba los acordes de la música. No resulta extraño que sea un francés quien conciba el primer tratado moderno de armonía y busque una explicación racional a las relaciones tonales.

Y de la música, pasamos a canto: el canto francés, el que está lleno de acentos circunflejos y vocales nasales.

¿“Prima la musica”, o “prima le parole”? La gran paradoja del canto, desde la época misma en que los miembros de la “Camerata fiorentina”, en su intento de resucitar el teatro griego, se inventaron la ópera y el “stile rappresentativo”, una forma de canto que permitiera que las palabras se entiendan con claridad.

Desde entonces, y a lo largo de su historia, el canto en general y la ópera en particular vienen zigzagueando entre la música y el drama. Ora los valores musicales y la belleza del sonido predominan, al punto que el texto importa poco, volviéndose mediocre o ininteligible, ora, por el contrario, es el contenido poético lo importante, de manera que la línea melódica se vuelve subsidiaria, un simple esqueleto, apenas un modo de reforzar el sentido del texto.

Por suerte, la historia de la música presenta también algunos momentos felices en que ambas artes conviven amistosamente y llegan a un equilibrio raro y maravilloso, como en un lied de Schubert.

Volviendo a nuestro asunto, y generalizando groseramente, veremos en esta brevísima síntesis que el arte del canto en Francia, hijo del cartesianismo y la enciclopedia, a lo largo de su desarrollo, casi siempre ha favorecido “le parole”, o más bien dicho “les mots”.


El arte pictórico religioso, buscando llegar al iletrado, se volvió dramático y emocional, recargado y dionisíaco, alejándose de la trazo elegante y apolíneo del renacimiento. La forma escultórica abandonó la rigidez y se contorsionó, como queriendo moverse. Las escalinatas y los recovecos adornaron las fachadas. La ornamentación, por momentos exuberante y deslumbradora, por momentos afectada, superflua, redundante, era la reina. El barroco, su rey.

La música no escapó a tal influencia y la textura polifónica resultaba el vehículo ideal para los excesos barrocos. En tanto el austero Johann Sebastian Bach llevaba la polifonía a su más alta perfección, trenzando las líneas melódicas en un exelso crucigrama matemático, otros músicos se valían de esa misma urdimbre musical para fines menos elevados: el halago de los grandes vocalistas y la exhibición de su virtuosismo en la ejecución de trinos, fiorituras, melismas, y otros adornos en boga.

Barroco galopante

Los castrati Senesino (izq.) y Berenstadt (der.) rodean a la caprichosa diva Cuzzoni en una ópera de G. F. Handel

Y en la cúspide se situaban los castrati, soberanos inobjetables del barroco, con su fiato inverosímil, su ágil "coloratura", su potencia vocal, su porte estatuario (acentuado por yelmos emplumados) y sus aventuras amorosas. (Véase mi notas anteriores acerca de los castrati: "La voz fantasma").

A la hora de "reconstruir" la ejecución del siglo barroco, al menos a mi entender, la interpretación enérgica de los personajes masculinos de Handel (escritos para los castrati) y, por qué no decirlo, el canto viril y muscular de la diva Marilyn Horne, se aproxima en mayor grado a lo que sería el exuberante vocalismo barroco que la ejecución macilenta y descolorida de algunos contratenores contemporáneos.



George Frideric Handel (1685–1759): Rodelinda: "Vivi tiranno". Marilyn Horne, mezzooprano

Los castrati italianos triunfaron en toda Europa, particularmente en Londres donde "il Gran Sassone" George Frideric Handel compuso para ellos las mejores páginas de su repertorio. Sin embargo, Francia se mantenía alejada, indiferente a sus gorjeos eunucoides. Los excesos del barroco italiano en general se antojaban extravagantes a la mentalidad francesa, que aguardaba la ornamentación más mesurada de su propio "rococó".

Lo que primaba en la Francia de entonces no era el canto sin más, expresión del sentimiento, sino también la palabra, manifestación máxima del pensamiento. Era el siglo de la elocuencia francesa, de su retórica, de las tragedias de Corneille y Racine, de la declamación clara, precisa, vigorosa.

Y esa cuna literaria fue la que recibió el nacimiento de la ópera francesa. No nos ha de sorprender entonces que la ópera en dias de Lully y Rameau, padres de la lírica francesa, pusiera énfasis en la claridad de la dicción. No es extraño que la florda ornamentación, cuando existe, obedece a las exigencias de la escena.

Esta formidable "escena de la locura" de la ópera maravillosa Platée de Jean Philippe Rameau
requiere de una perfecta claridad del texto para lograr plena impresión. Las "roulades" y otros efecto vocales, incluyendo los extremos (y graciosos) saltos del registro agudo al grave, no hacen otra cosa que realzar el contenido de la palabra. Los artistas ponen de relieve esa faceta, dando a la ejecución una comicidad irresistible.




Jean Philippe Rameau: Platée, "L'air de la folie", la fantástica soprano Mireille Delunsch junto a Les musiciens de Louvre dirigidos por Marc Minkowsky


Jean Philippe Rameau, célebre como teórico musical y como compositor de piezas para clavecín, llegó a la ópera tardíamente: recién a los 50 años de edad. A pesar de ello, no carecía de un instinto escénico extraordinario, como se atestigua en sus obras. Hoy por hoy, han dejado de ser rarezas en los escenarios.

Por otra parte, el baile era un elemento fundamental en la ópera barroca, al punto de cuestionar la supremacía al propio canto. El ballet acompañó a la ópera francesa durante toda su historia, hasta el punto que, ya en pleno romanticismo decimonónico, tanto Verdi como Wagner hubieron de incluir ballets en sus óperas para poder estrenarlas en París.

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¿Y cómo podría ser de otra manera, si el propio rey bailaba? El apelativo de "Rey Sol" con que se conocía a Luis XIV no se debía, como se podría suponer, al importante papel que Francia jugaba en el concierto de las naciones, sino simplemente a que el soberano, en los bailes, interpretaba el papel del astro rey.

Puede decirse que Jean Battiste Lully (1632–1687), a pesar de su origen italiano, fue el padre de la ópera francesa. Hombre práctico, para satisfacer la exigencia de su aristocrático y danzarín público, se inventó la "opera-ballet", en la que la danza ocupaba un lugar tan importante como el canto, si no mayor.

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Igualmente podemos afirmar que Lully fue el primer director de orquesta. Ello le costó la vida: en lugar de batuta marcaba el compás con un pesado bastón. Al hacerlo, se golpeó accidentalmente el pie derecho con el báculo. La herida se engangrenó y falleció poco después.




Jean Baptiste Lully: La folie d'Espagne. La "folía" ("la locura") era una danza popular por ese entonces.

El barroco francés tuvo un desarrollo propio, relativamente ajeno al de la ópera italiana. Es más, para algunos teóricos los puntos de contacto con el barroquismo del resto de Europa son tan endebles, que podría decirse que Francia careció de un arte barroco propiamente tal. Su espíritu "enciclopédico" hizo deambular a la lírica francesa entre el canto declamado y la presencia más o menos protagónica del ballet.


Christoph Willibald von Gluck no solamente lideró una revolución estética. Fue también el involuntario promotor de una guerra: sus "fans" enfrentaron su obra a las encantadoras melodías de Pergolesi y "los italianos", así como a las chuscas andanzas de sus personajes. No faltaron las trompadas a la salida de los dieciochescos teatros franceses en lo que se denominó, adecuadamente, la "guerra de los bufones".

Con sobrada razón entonces, con el arribo del siglo XVIII, su siglo, el siglo del iluminismo, cuando por fin la mentada Encyclopedie de Diderot salía de las prensas, Francia acogió como propio a otro gran creador extranjero, el caballero Christoph Willibald von Gluck (1714-1787). Otrora había sido maestro de música de la reina Marie Antoinette que al fin y al cabo también era extranjera.

El prólogo de su ópera Alceste bien podría haber estado firmado por cualquiera de los eciclopedistas: reclamaba limitar los excesos de la ópera barroca en busca de una mayor verosimilitud teatral. Escuchadas hoy en día, malcriados como estamos por el realismo cada vez más exacerbado del cine, las óperas del maestro Gluck podrían llegara parecernos algo estáticas. Sabemos por los libros de historia que don Christoph Willibald estuvo al mando de algún tipo de revolución estética, pero no siempre entendemos bien en qué consistían sus reformas.

Sí atestiguamos, en cambio, la intensa expresividad de algunos célebres fragmentos, así como la fuerza que adquiere el libretto merced a la melodía noble, elegante, de corte clásico, apolíneo, pero a la vez pasional.

La célebre "Divinites du Stix" (Divinidades de la Estigia), tomada justamente de la mencionada ópera Alceste, muestra a la desesperada heroína exigiendo a las deidades correspondientes, aquellas que rigen la mitológica laguna que rodea el mundo de la muerte, una salida a sus encrucijada. Su amante marido Admète ha de morir, y se ofrece ella misma a cambio de la vida de su cónyunge. La canta aquí Jessye Norman.



Christoph Willibald von Gluck: "Divinités du Styx" de la ópera Alceste. Jessye Norman en un "ochentoso" show televisivo

Con el paso del tiempo, me he vuelto menos ambicioso que en mis (pocos) días de encliclopedista. Los que corren para mí ahora son los más pragmáticos días de blogger. Una experiencia sin duda menos docta, pero más realista. Auguro que esta empresa será más extendida y provechosa que mi tentativa enciclopédica y, sobre todo, espero que mis resulte entretenida para mis lectores. ¡No dejen de comentar!

Friday, March 5, 2010

La voz fantasma (2)

El joven Amadeus Mozart, de apenas 12 años de edad, visitó Roma como parte de una extenuante serie de viajes mediante los cuales Leopold, su padre, pretendía dar a conocer las extraordinarias habilidades del niño por toda Europa.

Junto a Campidoglio, el Coliseo o el Panteón, uno de los atractivos turísticos de la Ciudad Eterna era en ese entonces, como lo es todavía hoy en día, la célebre Capilla Sixtina decorada con los frescos impresionantes de Miguel Ángel (1475-1564), una de las obras pictóricas más excelsas de la Humanidad.

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El Juicio Final de Miguel Ángel, ubicado tras el altar de la Capilla Sixtina. Culminación de los frescos con que el genial artista del Renacimiento decoró el edificio.

Pero ese templo, situado en pleno Vaticano, tenía en ese entonces un atractivo muy especial para un joven genio de la música: era el único lugar en el mundo donde estaba permitida la interpretación de el Miserere de Gregorio Allegri (1582– 1652). Es más, no solamente esta estrictamente prohibida su ejecución en cualquier otro recinto, sino que los cantores corrían peligro de excomunión si apenas osaban sacar la partitura de la iglesia. Por tanto, era imposible para Amadeus el hacerse de la obra que tanto le había impresionado.

Se cuenta que al domingo siguiente el niño, desconocedor de tal precepto, pidió a su padre regresar a la Sixtina para volver a escuchar la pieza. La había escrito íntegramente... ¡de memoria! Solamente deseaba revisar un par de pasajes de cuya transcripción no estaba enteramente seguro.

Por suerte, la hazaña memorística no le valió la excomunión al joven Mozart, a pesar de haber infringido las disposiciones papales y de haber producido una partitura ilícita. Por el contrario, el papa Clemente XIV quedó tan impresionado por la proeza, que otorgó al contraventor el título de Caballero de la Espuela Dorada. Sin embargo, a diferencia de Gluck y Dittersdorf, ambos depositarios de su distinción, Mozart nunca hizo uso de su título nobiliario ni precedió su apellido con un "von".

La copia mozartiana del Miserere de Allegri, con sus trazos aún infantiles, se conserva en el Vaticano como uno de sus más preciados tesoros.

La informática tiene sus privilegios. Hoy no necesitamos viajar al Vaticano para escuchar la maravillosa música de Allegri, ni requerimos, una vez allí, ser genios de la música para memorizarlo y transcribirlo. Nos basta con hacer un "click" para escucharlo (e incluso, si queremos, seguir su reservada partitura):

El Miserere de Allegri, primera parte



Segunda parte:




La pieza está escrita para dos coros, el uno a cinco y el otro a cuatro voces. De ellas, las líneas superiores, valga decir, las de soprano y las de contralto, las habrá escuchado Mozart intepretadas por "castrati", es decir, por cantantes masculinos a los cuales se les había practicado la ominosa y monstruosa operación a la que nos referimos en nuestra nota anterior, de manera que conservaran la voz diáfana e infantil en su edad adulta.

El procedimiento, quedó dicho, se efectuaba para disponer de esas voces en el canto eclesiástico, pero el resultado fue otro: la ópera se "apoderó" de algunos de esos extraordinarios vocalistas y los llenó de ovaciones, triunfos, laureles, e incluso dinero. Farinelli, de quien hemos hablado, al final de su carrera, decidió comprarse no un condominio, o un rancho... sino un "principado", con castillo y todo. Nada mal para pasar un fin de semana.

Pensemos que casi todos esos niños amputados eran de extracción muy humilde. En ocasiones eran sus propias familias las que entregaban las criaturas a las diestras y capadoras manos de la iglesia a fin de que encuentren, si no la fama, al menos un medio de evitar el hambre. Y en efecto, de los innumerables chicos a los que la santa, católica y apostólica privó de sus miembros viriles, solamente unos pocos, una pequeñísima minoría, llegó al escenario de la ópera y a su consagración artística. La mayoría terminó sus días acompañando con su voz eunuca las ceremonias religiosas. Los de la Sixtina, entonaban el Miserere de Allegri para deleite de Mozart.

Un buen día, la castración de los infantes llegó a su fin de manera drástica. Tal medida misericordiosa se la debemos a Napoleón I. A pesar de haber disfrutado alguna vez del canto del castrato Crescentini, el emperador encontraba detestable esa práctica y la prohibió en todos los territorios que había conquistado (que venían a ser casi toda Europa). No solamente proscribió la castración, sino que incluso se impidió a los castrati existentes por ese entonces el ejercicio público del canto.

Fue así como, impedidos del práctica de su profesión (¡que tanto sacrificio les había costado!), los castrati del mediados del siglo XIX debieron abocarse a la enseñanza, y a ello atribuyen muchos estudiosos el nacimiento de aquella insuperable edad dorada de la lírica a la que conocemos como período del "bel-canto". Siendo la voz femenina las más cercana a la mecánica vocal de los castrati, no es raro que hayan descollado sus alumnas mujeres, las primeras "divas" de la ópera en el sentido moderno del término. Así por ejemplo, Giuditta Pasta (1797 - 1865), discípula del mencionado Girolamo Crescentini (1762–1846)

Luigi Marchesi (1754–1829), uno de los castrati devenidos en "maestros de canto" del siglo XIX. Alcanzó el rango de "héroe popular" cuando se negó a cantar para Napoleón al invadir éste Milán en 1796.

Empero la Iglesia es una entidad conservadora y sus hábitos, por nefastos que sean, son difíciles de erradicar. Es así que, de manera no muy bien disimulada y contraviniendo cualquier imposición napoleónica o dictamen de la razón, se continuó con la emasculación de chicos, digamos, "para uso interno", es decir, no para los escenarios líricos sino para el coro eclesiástico. Las esterilizaciones de niños continuaron hasta 1870.

Ya en los albores del siglo XX, el Miserere de la Sixtina continuó siendo interpretado por "castrati". Entre ellos Domenico Mustafà (1829 - 1912), de voz lo bastante potente como para que Wagner haya considerado escribir un rol para él.

Domenico Mustafa
El castrato y pedagogo Domenico Mustafà: En 1882, Wagner consideró escribir para él el rol de Klingsor en su Parsifal.

Y es así como esta historia, que nos ha traído de vuelta a la Capilla Sixtina, trae a colación a otro de sus cantores: Alessandro Moreschi (1858 - 1922), nombre de enorme trascendencia no solamente por haber sido el castrato más prestigioso de fines del siglo XIX, sino sobre todo por haber vivido hasta bien entrada la centuria, una era de descubrimientos e inventos, entre los cuales se cuenta... el gramófono.

Sí señores: Moreschi es el único castrato que llegó a grabar. Podemos efectivamente realizar un viaje en el "Túnel del tiempo" o en la "Time Machine" de Welles y escuchar de primera mano la voz de un castrato de la más rancia tradición belcantista. sus grabaciones, con todos sus defectos, sobre los que abundaremos, nos ilustran acerca del canto de los grandes castrati, más más allá de cualquier hipótesis o reconstrución computarizada.

Pero antes de que lancen apresuradamente sus mouses sobre el enlace a fin escuchar este extraño "fenómeno", es necesario hacer algunas advertencias:

1. El micrófono se utilizó en las grabaciones gramofónicas recién a partir de 1925, cuando surge el disco "eléctrico". Cuando Moreschi grabó, es decir, entre 1902 y 1904, los discos disponibles eran "acústicos", es decir, realizados con medios exclusivamente mecánicos y de muy inferior calidad sonora.

2. A pesar de su prestigio en vida, no podemos suponer que el vocalismo de Moreschi, cantor de iglesia, alcance la calidad y excelencia técnica de los grandes castrati del apogeo del barroco como Senesino, Farinelli o Caffarelli.

3. La mayoría de críticos concuerda en que Moreschi, pasados los cuarenta al momento de realizar las grabaciones, se encontraba ya en pleno declive de sus facultades técnicas, y por tanto no puede ejemplificar el canto de los castrati como habrán sonado en su máximo esplendor.

Bueno, basta de preámbulos. Vamos a escuchar la voz de un castrato, empezando por el que quizás es su registro más sorprendente, tanto por la selección de la obra como por su desempeño. vamos a escuchar la voz de... un fantasma del pasado.




Es curioso que un castrato, una cuerda que relacionamos con el barroco, haya elegido registrar para la posteridad la archi-romántica y azucarada melodía que Gounod superpuso al Primer preludio de Bach.

Dicho eso, lo que más nos impresiona, lo que al menos a mí me paralizó de asombro y me puso todos los pelos de punta la primera vez que lo escuché, años atrás, en casa de un coleccionista porteño, en un gramófono de verdad, es el timbre mismo de la voz. No se trata de una voz femenina, ni se parece siquiera a la mayoría de contratenores modernos. Quizás lo más cercano es, en verdad, el canto infantil. Un sonido de ultra-mundo, con algo de pueril, de angelical, pero de un ángel viejo y triste, un lamento fantasmagórico, enternecedor, patético, desolado, emergía de la corneta del aparato y se alojaba en todos los resquicios de la habitación, los tapetes, las antigüedades, los vetustos lomos de los libros, nuestra alma misma, como el fósil sonoro de una era perdida. A pesar de las deficiencias de la grabación, se alcanza a entender la fascinación que el extraño timbre de estos vocalistas amputados habrá ejercido sobre las audiencias de siglos remotos.

Aparte del timbre, yendo ya al aspecto técnico, con la cabeza más fría, nos sorprende el uso del "vibrato", es decir, el manejo del apoyo diafragmático. Un uso moderado, discreto, es cierto, pero presente. Semejante al de cualquier cantante de la más romántica y operística tradición verdiana.

Nos sorprende digo, porque parece contradecir ese canto "fijo" y desapoyado que pregonan los expertos en barroco de hoy. No hay duda de que las aseveraciones de esos eruditos tienen su fundamento, al fin y al cabo, han leído más libros que yo. Pero, ¿no estará más cerca de la auténtica práctica interpretativa un vocalista que es incontestablemente un hijo de la más pura tradición? Un tema polémico éste de los castrati.

También llaman la atención todos esos ataques aparentemente imprecisos, las notas tomadas "desde abajo", el estilo emotivo, efectista, que hoy parecería fuera de lugar en una pieza religiosa. Artificios indudablemente añosos, "fuera de moda", afectados para el gusto de hoy, pero que vuelven a plantearnos incógnitas: ¿cuántos de esos efectos "de mal gusto" habrán sido utilizados por los castrati de la "edad de oro"? Si Moreschi, en una pieza religiosa, se permite tales licencias... ¡qué efectos emotivos, sollozos, alardes histrionicos, habrán desplegado los castrati de la ópera! Quizás el canto de Farinelli nos resultaría extraño y chocante si lo pudiéramos revivir.

Por otra parte no hay duda respecto al uso del registro de pecho. Vuelvan a escuchar la sílaba "gra" de "gratia plena" (0:44) y especialmente la sólaba "do" de "Dominus tecum" (0:50). Parece tienen razón quienes afirman que los castrati conservaban, en mayor o menor grado, parte de la sonoridad "monofásica", masculina, a la que llamamos "registro de pecho". (Stefan Zucker: "Did the castrati have balls?", Opera Fanatic, vol. 3, 1987)

Recalquemos, finalmente, el si agudo con que culmina la pieza (2:40) . A pesar de tomarlo con cierta cautela (respirando entre "nunc" y "et in hora") no parece ser el de un cantante decadente.


Moreschi era Romano. Había nacido en Monte Compatri, cerca de Frascati, en pleno Lacio. Es posible que haya sido sometido a la castración muy joven, no tanto para preservar su voz infantil, cuanto para curarlo de una hernia inguinal, según dictaba la praxis médica de la época.

Por suerte, tuvo talento para el canto, y pronto fue admitido como coreuta de la basílica de San Juan de Letrán en Roma, llegando a ser primer soprano a los 15 años de edad.

Extraño efecto, algo patético, nos produce su lastimero canto como solista junto a sus colegas del Coro de la Sixtina. Nuevamente lo que llama la atención es el sentimentalismo y apasionamiento deshinibido, hoy impensables en una pieza de estas características.


Moreschi no tardó en destacarse por encima de sus otros cinco colegas sopranos en el coro de la Sixtina, dirigido a la sazón por Mustafà, al punto que se le permitía un comportamiento "caprichoso y poco profesional", pero solamente pudo ser "director de los solistas" varios años después, cuando se hubo retirado el director anterior, conforme el estricto reglamento de la Capilla.

En 1903, en medio de la realización de las grabaciones de Moreschi, Mustafà, director del coro y su protector, falleció. Por si fuera poco, murió también el papa León XIII. Su sucesor, Pío X, emitió una bula que establecía que "cuando se requieran voces de sopranos o contraltos, estas partes serán tomadas por niños, conforme el antiguo uso de la iglesia". El 22 de noviembre de 1903, día de santa Cecilia, patrona de la música, Moreschi se quedó si trabajo. Perosi, opositor acérrimo de los castrati, había triunfado. Todos los integrantes sopranos y contraltos fueron pensionados y reemplazados por voces infantiles. La era de los castrati había concluido.
Una de las grabaciones más interesantes de Moreschi es Ideale de Tosti, una pieza ya muy en boga por ese entonces, que nada tiene de barroco, y que ocasiona el aplauso generalizado de los presentes en la grabación.




Moreschi falleció a los 63 años de edad, en su departamento en Roma. Paradójicamente, su misa de exequias fue conducida por Lorenzo Perosi, (1872 - 1956), el enemigo de los castrati y el causante de la desaparición de su tradición. Una tradición extinta... ¡por suerte!

Tuesday, March 2, 2010

La voz fantasma (1)

Hoy por hoy, los “castrati”, aquellos malogrados cantores de los siglos XVII y XVIII que sacrificaron su virilidad misma por alcanzar la gloria y la perfección en su arte, ejercen en nosotros gran fascinación. Una atracción que a estas alturas no tiene mucho que ver con los aspectos estéticos o musicales, habida cuenta de que no es posible escuchar las celebradas voces de Senesino y Crescentini. Ellos gorjearon unos 200 antes de la invención de gramófono. La seducción de su historia se relaciona más bien con la natural propensión al morbo del ser humano.

Resulta que el tema, de crónica roja de por sí, está además lleno de incógnitas -¿qué más atractivo que un enigma irresuelto y, más aún, irresoluble?- y de polémicas -¡y qué mas llamativo que un tema polemico!

Cuentan que la historia se inicia cuando, por dar cumplimiento a la disposición que prohibía a las mujeres cantar en las ceremonias religiosas, la Iglesia Católica autorizó la abominable práctica de la castración de algunos adolescentes de manera que conservaran las voces de soprano y contralto durante su edad adulta. El resultado superó las espectativas: no solamente los compositores disponían de dichas voces para sus motetes y oratorios, sino que su inusuales condiciones vocales, unidas a un entrenamiento obsesivo (¿qué otra cosa podían hacer que pasárselas practicando?) transformaron a estos desgraciados en verdaderos rockstars del siglo XVIII.

Francesco Bernadi (1686-1758), Il Senesino, el castrato favorito de Handel

¿Por qué resultaba tan encantador el vocalismo de los evirati? Tratamos de imaginarnos: Una voz de timbre infantil, pero con la potencia y la energía de un cuerpo adulto, unos pulmones, un apoyo diafrágmático con la fuerza muscular plenamente desarrollada. Es más, se trataba de seres andróginos, que desarrollaban anchas caderas e incluso ginecomastia, es decir, exceso de volumen de sus mamas, pero al mismo tiempo, y por efecto sin duda de su desarreglo hormonal, de estatura superior al promedio, si hemos de creer a los cronistas de la época.

Su registro vocal, por otra parte, tenía una enorme extensión. Al decir de los entendidos, desarrollaban parte del registro masculino de la voz (o “voz de pecho”, como solemos dar en llamarla) que unían hábilmente y sin quiebres aparentes con la voz femenina (“de cabeza”), y ésta, con no menos pericia técnica, llegaba al eficientemente sobreagudo de la mujer.

Y ello nos lleva al aspecto polémico: eran popularísimos amantes. Sus aventuras amorosas incluían a miembros de ambos sexos (¡pregúntenle a messer Casanova!). ¿Cómo es eso posible? ¡Claro!, en una época sin anticonceptivos, resultaba de lo más atractivo para las damas un idilio sin peligro de embarazo. Pero por otro lado, al carecer de las respectivas dosis de testosterona, ¿cómo es posible que se les… bueno, quiero decir, que funcionaran como amantes masculinos?

Algunos estudiosos acotan que la hormona viril estaba presente, si bien en cantidades muy inferiores a un hombre normal, y que ello no solamente explica su desarrollado registro “de pecho” y su inverosímil extensión, sino también la aparición de vello facial e incluso la posibilidad de alguna erección. Nos ilustran acerca del procedimiento mediante el cual los jóvenes candidatos, o las víctimas, más bien dicho, eran emasculados. Más que un “castración”, nos aclaran, se trataba de atrofiar el desarrollo de las gónadas, sumergiéndolas repetidamente en leche a lo largo de la pubertad a fin de impidir, mediante presiones dactilares, su normal crecimiento. O sea que la operación, aparte de dolorosa, era larga.

Al otro lado de la polémica, se sitúan algunos médicos que juzgan que, para que el procedimiento, cualquiera que fuera, tuviera algún efecto en la calidad vocal, la secreción de hormona masculina tendría que ser realmente ínfima, lo cual pondría al bigote, la voz oscura en el registro grave, así como la rigidez del miembro viril, en el campo de la leyenda.

Una visión de este castrato galán, del eunuco “de película”, aparece justamente en el filme Farinelli (1994) del belga Gerard Corbiau.

Archivo:Carlo Broschi.jpg

Nuestro héroe, Carlo Broschi (1705-1782), llamado "Farinelli", tuvo en verdad una vida de lo más novelesca. De origen relativamente modesto, llegó a reemplazar "de facto" en sus funciones al rey de España y a su retiro había amasado una fortuna que sería la envidia de cualquier estrella del Pop contemporáneo. En el filme, fue representado por el atractivo Stefano Dionisi (abajo) que da vida a un cantor tan idealizado, cuanto lo es el retrado de Farinelli realizado por Corrado Giaquinto en 1753 (arriba). Idealización aparte, admitamos que Broschi tenía facciones y cuerpo bastante proporcionados, nada de amplias caderas, grasa subcutánea ni mucho menos los pechos feminoides de algunos castrati. Su apariencia habrá contribuido a su éxito, aunque no tanto como su voz.

En cuanto a ésta, a su instrumento vocal, mucho escapa a la minuciosa reconstrucción histórica de esta excelente película y queda librado a la especulación. Nadie puede jactarse de haber escuchado en persona a ninguno de los grandes castrati en los últimos 300 años. Lo que hicieron los productores del filme es mezclar, mediante un ordenador, las voces de una soprano (Ewa Malas-Godlewska) y un contratenor (Derek Lee Ragin), de modo de permitir a su protagonista las acrobacias inverosímiles que se atribuyen a los extraordinarios cantantes que conocieron Handel, Hasse o Scarlatti.



Hablando de reconstrucción historicista: en los años 50 se descubre que Vivaldi no es solamente el nombre de un compositor olvidado en alguna enciclopedia. Sus Cuatro estaciones, una colección de cuatro conciertos para violín, son grabadas por vez primera. En poco tiempo pasan a ser la obra clásica más "vendida" de la historia y la música barroca se "pone de moda". Los 60 vieron surgir los primeros esfuerzos "historicistas", es decir, librar a la ejecución del barroco de la influencia romántica que la adulteraba, buscando estilos de interpretación más auténticos. En la década siguiente, los 70, comenzó a tañerse "instrumentos originales" de la época, bien se trate de auténticas piezas de museo o de reconstrucciones modernas de instrumentos desaparecidos. Los resultados fueron controvertibles y sin duda en algunos casos se llegó a un exceso de erudición: el sonido se volvió áspero, sin vida, a las interpretaciones les faltó poesía (¡nada menos barroco!). Hoy por suerte vivimos una era algo más equilibrada entre lo "históricamente informado" y la música, sencilla y llanamente.

Bueno, pero me estoy yendo por las ramas. Volviendo al tema que nos ocupa, los historicistas se toparon con una barrera infranqueable. Con un instrumento imposible de reconstruir, y que encima fue el más popular de todos durante la época barroca: la voz del castrato.

A diferencia del siglo XVII, en el XX nadie ofrecía algún hijo varón para realizar ningún sórdido experimento musical, de modo que hubo que echar mano de lo que existía por entonces: bien sea la voz de alguna señora vestida de "héroe barroco", o bien la voz de "contratenor".

Éste no es otra cosa que un caballero con todos sus órganos en su lugar, pero que canta en "falsete" todo el tiempo, es decir, imitando el timbre femenino. La escuela de falsetistas inglesa, de vieja data y larga tradición, fue el abrevadero de estos primeros intentos. Esos countertenors producían sonidos de gran belleza, pero, como estaban destinados al salón isabelino, no hacía falta que tuvieran potencia alguna. Al contrario, se trataba de voces pequeñas pero de un dulce bello timbre con algo de infantil.

Alfred Deller (1912-1979) contribuyó por ese entonces como pocos en la difusión de la voz de contratenor.



El caudal de estos vocalistas era limitado, como hemos dicho. Difícilmente podían superar la sonoridad de una orquesta, incluso una formación barroca de pocos instrumentos. Los castrati en cambio, si hemos de creer a los cronistas de la época, poseían voces potentes. Senesino, por ejemplo, exigía de Handel alguna trompeta en sus arias de bravura para así demostrar su fuerza. Y cuenta el cronista, la trompeta quedaba apocada por la avasalladora voz del divo.

Por eso, algunos directores de orquesta, especialmente en los años 70, prefirieron la voz de una mezzosoprano, más aún si se trata de Marilyn Horne, cuyo canto ímpetuoso y muscular llega a tales niveles de reciedumbre, que deja en vergüenza a sus colegas varones.



Por otro lado, el inquisitivo contratenor Russell Oberlin (n. 1928) exploró los mecanismos técnicos del falsete masculino, para conseguir mayor potencia vocal. Sus investigaciones tuvieron éxito, dándose inicio a una escuela "norteamericana" de contratenores que, sin llegar a la sonoridad de Caruso, son sin embargo perfectamente audibles en una teatro de proporciones barrocas junto a una orquesta a la usanza de esa época.


Puede escucharse a Oberlin en este vínculo:
http://www.youtube.com/watch?v=m4gKDGJjGwU

De una manera u otra, los contratenores actuales están en deuda con aquellos pioneros que difundieron y perfeccionaron el arte del falsetto.

Entre ellos, David Daniels, de sonoridad y aliento que lo acercan a Oberlin:



Mientras que la dulzura de la voz de Andreas Scholl, más europea si se quiere, lo asemeja a Deller:



Ahora bien... en cuanto a la incógnita planteada al inicio, seguimos igual, en babia: no tenemos más que una idea remotísima de cómo sonaba realmente un castrato. ¿Se asemejaría a a nuestros contratenores contemporáneos de más solvente sonoridad? ¿O a la voz de una mujer? Probablemente no, que de otra manera no hubiesen llamado tanto la atención de sus contemporáneos. ¿Se parecerían a la voz computarizada de la película Farinelli? Nadie lo puede atestiguar.

Salvo que pudiéramos trasladarnos en el tiempo mediante la máquina de H.G. Welles o aquel "Túnel" televisivo de los 60, no hay manera conocer de primera mano la voz de los castrati o al menos de perfeccionar la imagen que de ella tenemos. ¿O sí?

Bueno, la verdad es que sí. Existe un medio que nos permite forjarnos una idea muchísimo más exacta y cabal del canto de los castrati. En verdad podemos desafiar al Padre Tiempo y escucharla con nuestros propios oidos, por inverosímil que mi planteo parezca.

Eso sí, para dar a este tema todo el "suspense" que merece, se los contaré en una próxima entrega. Escucharemos la voz de un fantasma. Quédense en sintonía.

Saturday, February 27, 2010

La ópera revolucionaria


Cuando Alemania finalmente estampó su gótica signatura en el Tratado de Versalles en 1919, se puso fin a los cinco años hostilidades de la Primera Guerra Mundial. El soñado “lugar al sol” para Alemania, el espejismo de conquistar un imperio colonial como el de sus rivales quedó en eso: una simple quimera. O más bien dicho, quedó para más adelante...

El Tratado tuvo muchas otras consecuencias, no siendo la menor la repartición antojadiza del convulsionado mapa europeo. A semejanza de otros armisticios y acuerdos de paz, como el Congreso de Viena de 1815 en que los vencedores trazaron la cartografía a su antojo y despojaron a Napoleón de sus conquistas y delirios, las fronteras volvían a dibujarse. Pero como en 1919 otros eran los vencedores y derrotados, los límites se deslizaban para el otro lado.

Más allá de las consecuencias puramente políticas y sociales, una conflagración de esa magnitud trajo aparejada la inestabilidad en todos los órdenes, conforme los regímenes monárquicos perdían su poder y se daba paso a una nueva estructura social. Las consecuencias se hicieron sentir en el arte, que es lo que nos ocupa, ya que éste refleja la realidad de su tiempo.

Imbuidos por los ideales del romanticismo decimonónico, venían gestándose los distintos estilos nacionales. Se erigían los fundamentos de la indentidad nacional. El drama musical wagneriano se había despegado de cualquier influencia italianizante, Smetana y Dvořak habían recopilado melodías checas de tradición oral, Músorgsky había descubierto una estética más realista, cruda… y rusa. Faltaba aún que los demás naciones europeas se vayan explorando a sí mismas, vayan descubriendo su esencia, para que la idea de un arte de estilo “universal”, una vez idealizado por Goethe y el iluminismo, quede totalmente olvidada.

Quedaba aún muchos caminos por recorrer: el de Bartok y Kodaly, gramófono en mano, por el territorio húngaro, el de Falla por España, el de Villa-Lobos por el Brasil …

Fue entonces, en la segunda década del siglo pasado, cuando el Tratado de marras no solamente puso fin a una guerra. Ese documento, y la resultante “Liga de las Naciones”, de manera figurada si se quiere, reconocieron la legitimidad de las diversas nacionalidades y de sus características distintivas. El arte de Munch no necesitó copiar las formas de Caravaggio para esgrimir su validez, las melodías de Szymanowski no tuvieron que parecerse a las de Rossini.

¡Cuánto se había avanzado desde la Revolución Francesa, cuando la validez de los regímenes monárquicos fue cuestionada por primera vez!, ¡desde aquella revuelta de mayo de 1849 en la que el joven Richard Wagner disparó un par de tiros!, ¡desde los días en que el nombre del joven patriota “Verdi” servía como graffiti revolucionario!

La consolidación de sus identidades nacionales ocupó un lugar prioritario en la agenda europea del cambio de siglo. No solamente en lo político. También, claro está, en la literatura, la plástica, la música. Sobre todo la ópera, comunión de las artes.

Fue “Va pensiero”, el lamento de los esclavos hebreos en la ópera Nabucco de Verdi, una pieza aparentemente inocua para los censores austríacos, lo que exacerbó los sentimientos patrióticos que llegaron a consolidar “l’unità” italiana.



Fue durante la representación de La Muette de Portici (La muda de Portici) de Auber en el Teatro de la Moneda en Bruselas en 1830 cuando se encendió la mecha del movimiento separatista belga, instando a los pobladores a independizarse de Holanda.

De modo menos consiente, Rossini hizo decir a Isabella, la heronína de La italiana en Argel: “Pensa alla patria”. De esa manera la convirtió, sin proponérselo siquiera, en la temprana portavoz del “Risorgimento”.

En cambio juvenil Verdi, agitador de pura cepa, sabía muy bien lo que hacía. Sus óperas procuraban ser directamente panfletarias en la medida en que lo permitieran sus censores, que leían cuidadosamente los librettos en busca de cualquier contenido sedicioso o subversivo. Sin embargo, se les escapaban a los funcionarios frases que, imbuídas del ímpetu y la fogosidad verdianas, se volvían peligrosas.

En el dúo de la ópera Attila, Enzio, el procónsul romano negocia con el Atila, el sanguinario rey bárbaro, sobre el futuro de Roma: “Quédate con el universo, pero déjame Italia”. Bastó que el barítono profiriera esa frase para que el público asistente se transformara en una turba vociferante e ingobernable.



En cuanto a Wagner, a pesar de su mentada participación en alguna refriega, no puede calificárselo de “revolucionario”. Al menos no en el campo político, ni con la significación que tuvo para Verdi, que escondía armas en los estuches de los instrumentos para pasarlas de contrabando a las filas revolucionarias.

Wagner no tuvo que luchar contra un invasor foráneo, como en el caso “Verdi vs. los austríacos”. Tuvo que vérselas con un reto quizás más difícil todavía: encontrar un lenguaje musical puramente germano. Como Weber y Marschner, su labor fue la glorificación de la cultura alemana, de su idioma, su idiosincrasia, sus mitos, sus leyendas. Por tanto, encontramos en sus partituras un nacionalismo exacerbado que, como sabemos, permitió a Goebbels, años más tarde, hacer uso de la música wagneriana como parte de la propaganda Nazi. Triste destino, en el que el autor no tuvo responsabilidad alguna, y cuya absolución ha tomado más años que el mismísimo Juicio de Nuremberg.

De modo similar, Modesto Músorgski, como Glinka y Borodin, dejó a un lado aquellos dioses del olimpo tan manidos en el escenario operístico, y buscó su inspiración en la historia, la literatura y la música de su helada tierra. Su obra no fue precisamente la causante de la revolución bolchevique, pero sí podemos calificarla de revolucionaria en varios sentidos.

El primitivismo, la crudeza, el contorno áspero de su línea melódica, la disonancia de su armonía, hicieron que algunos contemporáneos supusieran que a su autor le faltaban conocimientos, o que atribuyan esos “defectos” a su gusrto desmedido por el vodka. De hecho, su amigo Rimsky Korsakoff, comedidamente, retocó tales asperezas en la ópera Borís Godunov a la muerte de Músorgski, legándonos una versión falseada de la obra que, por muchos años, fue la que se escenificaba en los teatros del mundo.

La revolución musorgskiana vino después: cuando una pléyade de jóvenes compositores, entre ellos Claude Debussy, quedaron fuertemente impresionados por la desapacible originalidad de la armonía, la inusual orquestación, en fin, por todos esos “errores” que Rimsky creyó ver en la obra de su amigo.




Al inicio del siglo 21 y a 91 años del mentado tratado, el camino de la paradoja ha conducido al arte hasta una nueva encrucijada. La "globalización", aparejada de armamentos irreductibles y fascinantes como el Internet, amenaza con dar el golpe de gracia a todos aquellos esfuerzos nacionalistas. Nuevamente surge un arte "pan-nacional", y con más fuerza que nunca. Los jóvenes se interesan cada vez menos por la música de su terruño. Los "hip-hoperos" del Japón producen ritmos de un frenesí muy similar a los de sus pares de Escocia. En tanto que el rock anglosajón ha desparramado su influencia por todo el orbe. Es la "música internacional" de hoy, tal y como lo fue la ópera rossiniana en el siglo XIX.

Por otra parte, esas mismas herramientas potencialmente “aculturadoras”, las informáticas, nos permiten tener acceso inmediato y sencillo a las expresiones culturales de los pueblos más diversos. Nos facilitan el conocernos mejor, así como apreciar y respetar nuestras diferencias. En nosotros está el uso que se les dé.