Saturday, February 27, 2010

La ópera revolucionaria


Cuando Alemania finalmente estampó su gótica signatura en el Tratado de Versalles en 1919, se puso fin a los cinco años hostilidades de la Primera Guerra Mundial. El soñado “lugar al sol” para Alemania, el espejismo de conquistar un imperio colonial como el de sus rivales quedó en eso: una simple quimera. O más bien dicho, quedó para más adelante...

El Tratado tuvo muchas otras consecuencias, no siendo la menor la repartición antojadiza del convulsionado mapa europeo. A semejanza de otros armisticios y acuerdos de paz, como el Congreso de Viena de 1815 en que los vencedores trazaron la cartografía a su antojo y despojaron a Napoleón de sus conquistas y delirios, las fronteras volvían a dibujarse. Pero como en 1919 otros eran los vencedores y derrotados, los límites se deslizaban para el otro lado.

Más allá de las consecuencias puramente políticas y sociales, una conflagración de esa magnitud trajo aparejada la inestabilidad en todos los órdenes, conforme los regímenes monárquicos perdían su poder y se daba paso a una nueva estructura social. Las consecuencias se hicieron sentir en el arte, que es lo que nos ocupa, ya que éste refleja la realidad de su tiempo.

Imbuidos por los ideales del romanticismo decimonónico, venían gestándose los distintos estilos nacionales. Se erigían los fundamentos de la indentidad nacional. El drama musical wagneriano se había despegado de cualquier influencia italianizante, Smetana y Dvořak habían recopilado melodías checas de tradición oral, Músorgsky había descubierto una estética más realista, cruda… y rusa. Faltaba aún que los demás naciones europeas se vayan explorando a sí mismas, vayan descubriendo su esencia, para que la idea de un arte de estilo “universal”, una vez idealizado por Goethe y el iluminismo, quede totalmente olvidada.

Quedaba aún muchos caminos por recorrer: el de Bartok y Kodaly, gramófono en mano, por el territorio húngaro, el de Falla por España, el de Villa-Lobos por el Brasil …

Fue entonces, en la segunda década del siglo pasado, cuando el Tratado de marras no solamente puso fin a una guerra. Ese documento, y la resultante “Liga de las Naciones”, de manera figurada si se quiere, reconocieron la legitimidad de las diversas nacionalidades y de sus características distintivas. El arte de Munch no necesitó copiar las formas de Caravaggio para esgrimir su validez, las melodías de Szymanowski no tuvieron que parecerse a las de Rossini.

¡Cuánto se había avanzado desde la Revolución Francesa, cuando la validez de los regímenes monárquicos fue cuestionada por primera vez!, ¡desde aquella revuelta de mayo de 1849 en la que el joven Richard Wagner disparó un par de tiros!, ¡desde los días en que el nombre del joven patriota “Verdi” servía como graffiti revolucionario!

La consolidación de sus identidades nacionales ocupó un lugar prioritario en la agenda europea del cambio de siglo. No solamente en lo político. También, claro está, en la literatura, la plástica, la música. Sobre todo la ópera, comunión de las artes.

Fue “Va pensiero”, el lamento de los esclavos hebreos en la ópera Nabucco de Verdi, una pieza aparentemente inocua para los censores austríacos, lo que exacerbó los sentimientos patrióticos que llegaron a consolidar “l’unità” italiana.



Fue durante la representación de La Muette de Portici (La muda de Portici) de Auber en el Teatro de la Moneda en Bruselas en 1830 cuando se encendió la mecha del movimiento separatista belga, instando a los pobladores a independizarse de Holanda.

De modo menos consiente, Rossini hizo decir a Isabella, la heronína de La italiana en Argel: “Pensa alla patria”. De esa manera la convirtió, sin proponérselo siquiera, en la temprana portavoz del “Risorgimento”.

En cambio juvenil Verdi, agitador de pura cepa, sabía muy bien lo que hacía. Sus óperas procuraban ser directamente panfletarias en la medida en que lo permitieran sus censores, que leían cuidadosamente los librettos en busca de cualquier contenido sedicioso o subversivo. Sin embargo, se les escapaban a los funcionarios frases que, imbuídas del ímpetu y la fogosidad verdianas, se volvían peligrosas.

En el dúo de la ópera Attila, Enzio, el procónsul romano negocia con el Atila, el sanguinario rey bárbaro, sobre el futuro de Roma: “Quédate con el universo, pero déjame Italia”. Bastó que el barítono profiriera esa frase para que el público asistente se transformara en una turba vociferante e ingobernable.



En cuanto a Wagner, a pesar de su mentada participación en alguna refriega, no puede calificárselo de “revolucionario”. Al menos no en el campo político, ni con la significación que tuvo para Verdi, que escondía armas en los estuches de los instrumentos para pasarlas de contrabando a las filas revolucionarias.

Wagner no tuvo que luchar contra un invasor foráneo, como en el caso “Verdi vs. los austríacos”. Tuvo que vérselas con un reto quizás más difícil todavía: encontrar un lenguaje musical puramente germano. Como Weber y Marschner, su labor fue la glorificación de la cultura alemana, de su idioma, su idiosincrasia, sus mitos, sus leyendas. Por tanto, encontramos en sus partituras un nacionalismo exacerbado que, como sabemos, permitió a Goebbels, años más tarde, hacer uso de la música wagneriana como parte de la propaganda Nazi. Triste destino, en el que el autor no tuvo responsabilidad alguna, y cuya absolución ha tomado más años que el mismísimo Juicio de Nuremberg.

De modo similar, Modesto Músorgski, como Glinka y Borodin, dejó a un lado aquellos dioses del olimpo tan manidos en el escenario operístico, y buscó su inspiración en la historia, la literatura y la música de su helada tierra. Su obra no fue precisamente la causante de la revolución bolchevique, pero sí podemos calificarla de revolucionaria en varios sentidos.

El primitivismo, la crudeza, el contorno áspero de su línea melódica, la disonancia de su armonía, hicieron que algunos contemporáneos supusieran que a su autor le faltaban conocimientos, o que atribuyan esos “defectos” a su gusrto desmedido por el vodka. De hecho, su amigo Rimsky Korsakoff, comedidamente, retocó tales asperezas en la ópera Borís Godunov a la muerte de Músorgski, legándonos una versión falseada de la obra que, por muchos años, fue la que se escenificaba en los teatros del mundo.

La revolución musorgskiana vino después: cuando una pléyade de jóvenes compositores, entre ellos Claude Debussy, quedaron fuertemente impresionados por la desapacible originalidad de la armonía, la inusual orquestación, en fin, por todos esos “errores” que Rimsky creyó ver en la obra de su amigo.




Al inicio del siglo 21 y a 91 años del mentado tratado, el camino de la paradoja ha conducido al arte hasta una nueva encrucijada. La "globalización", aparejada de armamentos irreductibles y fascinantes como el Internet, amenaza con dar el golpe de gracia a todos aquellos esfuerzos nacionalistas. Nuevamente surge un arte "pan-nacional", y con más fuerza que nunca. Los jóvenes se interesan cada vez menos por la música de su terruño. Los "hip-hoperos" del Japón producen ritmos de un frenesí muy similar a los de sus pares de Escocia. En tanto que el rock anglosajón ha desparramado su influencia por todo el orbe. Es la "música internacional" de hoy, tal y como lo fue la ópera rossiniana en el siglo XIX.

Por otra parte, esas mismas herramientas potencialmente “aculturadoras”, las informáticas, nos permiten tener acceso inmediato y sencillo a las expresiones culturales de los pueblos más diversos. Nos facilitan el conocernos mejor, así como apreciar y respetar nuestras diferencias. En nosotros está el uso que se les dé.

Saturday, February 20, 2010

Grandes Voces en un formato inusual


Entre 1993 y 1998 se transmitió por Radio Visión de Quito, Ecuador, el programa Grandes Voces. Esa audición fue motivo no solamente de importantes consecuciones, sino también de inagotables satisfacciones personales, no siendo la menor la gran cantidad de personas cuya amistad pude cultivar, y cuyo trato se inició justamente a resultas de haber sido ellos mis oyentes, mis auspiciantes, mis colegas.

A mi regreso de la Argentina, donde culminé mis estudios en el Instituto Superior de Arte del Teatro Colón, me crucé casualmente con mi viejo amigo Roberto Reece. En nuestra informal charla, aparte de ponernos al día respecto a las actividades de cada cual, deploramos la poca presencia que el arte lírico tenía por ese entonces en la radio ecuatoriana. Decidimos hacer algo al respecto. Nos dirigimos a Diego Oquendo Sánchez, que con el curso del tiempo pasó a ser un entrañable amigo personal, con la idea de realizar un programa en Visión dedicado a la voz humana. Fue así como nació nuestro "homenaje al instrumento perfecto", cubriendo no solamente el canto lírico, sino también otras expresiones musicales en las cuales la voz humana sea manejada con maestría.

La emisión tuvo un éxito espectacular. Diego Oquedo Silva, conocido comentarista y director de la emisora, manifestó que no recordaba de otro programa que, ya desde su primera emisión, hubiese generado la expectativa de Grandes Voces. Pese al alejamiento de Roberto, que no pudo seguir acompañándome con su solvencia y su simpatía en la conducción, las transmisiones continuaron y desembocaron, entre otras cosas, en las primeras transmisiones de opera en vivo en la historia de la radiofonía ecuatoriana: unas adaptaciones radiofónicas especialmente realizadas al efecto, imitando el estilo de las antiguas "radionovelas", a las que Diego Oquendo Sánchez bautizó como Radióperas.



Programa de mano de El murciélago de Strauss, la primera "Radiópera", transmitida el 25 de julio de 1997. Aprovechando que la radio se mudaba, derrumbamos una pared a fin de ubicar a todos los participantes.







Más adelante, fueron mis propias actividades artísticas y mis viajes los que impidieron que continuara con el programa. Otras realizaciones, de breve duración, fueron Galas de la ópera, con su divertido "entremés" La taberna de Lutero, y Ópera para todos en la extinta Radio Vivaldi. Sin embargo, ninguna alcanzó la repercusión de la propuesta original.

Eso sí, el "bichito de la radio", o por lo menos el de la "comunicación", da vueltas aún por mis venas. Son varias las ocasiones he pensado utilizar los medios electrónicos a fin de volver, si no "al aire", al menos "on-line", haciendo de la increíble riqueza que esta red global de comunicación pone a nuestro alcance, por ejemplo, a través de los muchas grabaciones que con tanta generosidad se difunden a través de YouTube y otras páginas cibernéticas.

Finalmente, me he decidido por este medio: la bitácora electrónica. Permite ella conciliar mi apretada agenda con las “transmisiones”: éstas que pueden efectuarse con la irregularidad del caso, adaptándose a los extraños horarios que rigen mi actividad artística. La libertad que me ofrece el formato es mayor, incluso, que si debiera “locutar” este blog mediante una radio de Internet. Es de esperar que quienes visiten esta publicación no se desanimen por su falta de periodicidad y la visiten con alguna frecuencia, dejando, si fuera el caso, algún comentario, que será muy apreciado.