Cuando Alemania finalmente estampó su gótica signatura en el Tratado de Versalles en 1919, se puso fin a los cinco años hostilidades de
El Tratado tuvo muchas otras consecuencias, no siendo la menor la repartición antojadiza del convulsionado mapa europeo. A semejanza de otros armisticios y acuerdos de paz, como el Congreso de Viena de 1815 en que los vencedores trazaron la cartografía a su antojo y despojaron a Napoleón de sus conquistas y delirios, las fronteras volvían a dibujarse. Pero como en 1919 otros eran los vencedores y derrotados, los límites se deslizaban para el otro lado.
Más allá de las consecuencias puramente políticas y sociales, una conflagración de esa magnitud trajo aparejada la inestabilidad en todos los órdenes, conforme los regímenes monárquicos perdían su poder y se daba paso a una nueva estructura social. Las consecuencias se hicieron sentir en el arte, que es lo que nos ocupa, ya que éste refleja la realidad de su tiempo.
Imbuidos por los ideales del romanticismo decimonónico, venían gestándose los distintos estilos nacionales. Se erigían los fundamentos de la indentidad nacional. El drama musical wagneriano se había despegado de cualquier influencia italianizante, Smetana y Dvořak habían recopilado melodías checas de tradición oral, Músorgsky había descubierto una estética más realista, cruda… y rusa. Faltaba aún que los demás naciones europeas se vayan explorando a sí mismas, vayan descubriendo su esencia, para que la idea de un arte de estilo “universal”, una vez idealizado por Goethe y el iluminismo, quede totalmente olvidada.
¡Cuánto se había avanzado desde
La consolidación de sus identidades nacionales ocupó un lugar prioritario en la agenda europea del cambio de siglo. No solamente en lo político. También, claro está, en la literatura, la plástica, la música. Sobre todo la ópera, comunión de las artes.
Fue “Va pensiero”, el lamento de los esclavos hebreos en la ópera Nabucco de Verdi, una pieza aparentemente inocua para los censores austríacos, lo que exacerbó los sentimientos patrióticos que llegaron a consolidar “l’unità” italiana.
Fue durante la representación de
De modo menos consiente, Rossini hizo decir a Isabella, la heronína de La italiana en Argel: “Pensa alla patria”. De esa manera la convirtió, sin proponérselo siquiera, en la temprana portavoz del “Risorgimento”.
En cambio juvenil Verdi, agitador de pura cepa, sabía muy bien lo que hacía. Sus óperas procuraban ser directamente panfletarias en la medida en que lo permitieran sus censores, que leían cuidadosamente los librettos en busca de cualquier contenido sedicioso o subversivo. Sin embargo, se les escapaban a los funcionarios frases que, imbuídas del ímpetu y la fogosidad verdianas, se volvían peligrosas.
En el dúo de la ópera Attila, Enzio, el procónsul romano negocia con el Atila, el sanguinario rey bárbaro, sobre el futuro de Roma: “Quédate con el universo, pero déjame Italia”. Bastó que el barítono profiriera esa frase para que el público asistente se transformara en una turba vociferante e ingobernable.
En cuanto a Wagner, a pesar de su mentada participación en alguna refriega, no puede calificárselo de “revolucionario”. Al menos no en el campo político, ni con la significación que tuvo para Verdi, que escondía armas en los estuches de los instrumentos para pasarlas de contrabando a las filas revolucionarias.
Wagner no tuvo que luchar contra un invasor foráneo, como en el caso “Verdi vs. los austríacos”. Tuvo que vérselas con un reto quizás más difícil todavía: encontrar un lenguaje musical puramente germano. Como Weber y Marschner, su labor fue la glorificación de la cultura alemana, de su idioma, su idiosincrasia, sus mitos, sus leyendas. Por tanto, encontramos en sus partituras un nacionalismo exacerbado que, como sabemos, permitió a Goebbels, años más tarde, hacer uso de la música wagneriana como parte de la propaganda Nazi. Triste destino, en el que el autor no tuvo responsabilidad alguna, y cuya absolución ha tomado más años que el mismísimo Juicio de Nuremberg.
De modo similar, Modesto Músorgski, como Glinka y Borodin, dejó a un lado aquellos dioses del olimpo tan manidos en el escenario operístico, y buscó su inspiración en la historia, la literatura y la música de su helada tierra. Su obra no fue precisamente la causante de la revolución bolchevique, pero sí podemos calificarla de revolucionaria en varios sentidos.
El primitivismo, la crudeza, el contorno áspero de su línea melódica, la disonancia de su armonía, hicieron que algunos contemporáneos supusieran que a su autor le faltaban conocimientos, o que atribuyan esos “defectos” a su gusrto desmedido por el vodka. De hecho, su amigo Rimsky Korsakoff, comedidamente, retocó tales asperezas en la ópera Borís Godunov a la muerte de Músorgski, legándonos una versión falseada de la obra que, por muchos años, fue la que se escenificaba en los teatros del mundo.
La revolución musorgskiana vino después: cuando una pléyade de jóvenes compositores, entre ellos Claude Debussy, quedaron fuertemente impresionados por la desapacible originalidad de la armonía, la inusual orquestación, en fin, por todos esos “errores” que Rimsky creyó ver en la obra de su amigo.
Al inicio del siglo 21 y a 91 años del mentado tratado, el camino de la paradoja ha conducido al arte hasta una nueva encrucijada. La "globalización", aparejada de armamentos irreductibles y fascinantes como el Internet, amenaza con dar el golpe de gracia a todos aquellos esfuerzos nacionalistas. Nuevamente surge un arte "pan-nacional", y con más fuerza que nunca. Los jóvenes se interesan cada vez menos por la música de su terruño. Los "hip-hoperos" del Japón producen ritmos de un frenesí muy similar a los de sus pares de Escocia. En tanto que el rock anglosajón ha desparramado su influencia por todo el orbe. Es la "música internacional" de hoy, tal y como lo fue la ópera rossiniana en el siglo XIX.
Por otra parte, esas mismas herramientas potencialmente “aculturadoras”, las informáticas, nos permiten tener acceso inmediato y sencillo a las expresiones culturales de los pueblos más diversos. Nos facilitan el conocernos mejor, así como apreciar y respetar nuestras diferencias. En nosotros está el uso que se les dé.